Llegó a la gran ciudad
con un sueño joven
brincándole en el pecho.
Atrás había dejado
un reguero rumoroso de
estrellas,
el manso arrollo de
aguas cristalinas,
un revoloteo de
golondrinas
jugando con nubes de
algodón,
la benefactora lluvia
blanca y serpeante,
el cotidiano sendero
de la hormiga.
Al poco tiempo,
buscando su sueño
se olvidó el eterno
lenguaje de la tierra,
del sinuoso baile de
la lagartija,
de la triste cardencha
que adorna los senderos.
Y no es que le falle
la memoria,
es que los días se le hacen
eternos,
las noches solitarias
y vacías de luceros,
las madrugadas
sangrando de sirenas
y las aceras repletas
de fracasos, olvidos y
de adioses.
Cuando pasea,
siguiendo a su propia sombra,
que no lo lleva a
ninguna parte,
busca en la ciudad el
lugar propicio
para poner el nido
donde poder calentar
la recién nacida
tristeza,
encontrando todas las
ramas ocupadas.
Un perro aúlla a una
luna inexistente
y las flores se
decoloran
al cansino ritmo de los semáforos.
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