Se citan cada mañana a
la hora en los que los pájaros ensayan sus cantos, las gaviotas afilan en la
arena sus picos, los peces se visten de plata y abre el bar de su primer
“carajillo”.
No saben de
estaciones, ni de reservas, ni de apreturas. Todos los días del año recogen sus
cañas y sin reparar en trofeos, medidas o parabienes, se llegan hasta el
cercano espigón, todavía fresco de espumas y salobre de brisas.
En el horizonte, en la
línea de apartamentos, con sus variopintas banderas de rizos y colores, los sueños empiezan a mojarse de sudores, las
habitaciones se orean buscando corrientes cruzadas y se hace caso omiso a los
despertadores.
Como flores
sincopadas, a la salida del sol por donde suele, se abren al unísono las
sombrillas y un rumor de sueños olvidados, se van desprendiendo de las
tumbonas.
La caña del pescador,
imperturbable, no osa en inmiscuirse en la sosegada conversación de los dos
amigos, esa conversación que cada día viene a demostrar que, al igual que a los
peces, no siempre los cebos les son apetecibles.
A media mañana, cuando
al espigón empiezan a llegar visitas no programadas y se comienzan a justificar
sus faltas de capturas a las voces de los niños, recogen sus bártulos y los
cubos vacíos y cierran ese círculo maravilloso del día que empieza, con su
azulona quietud de mar, su sol que rompe
nubes y abre horizontes, el constante beso de la brisa y la tranquilidad de
saber que pese a todo, el mundo sigue a lo suyo y siempre quedan las mañanas
para saber, que aunque los peces no piquen, la belleza está a nuestro lado, a
poco que nos molestemos por encontrarla.
En el recién abierto
“chiringuito” de la playa, se despiden, hasta el día siguiente, con otro
“carajillo”.
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