Hasta que no se dio la
vuelta, no comprobó que aquel milagro
repentino con apariencia de ángel, era simplemente una mujer.
Escuchó sus palabras
que volaban como dulces pájaros en desbandada.
Se fijó en sus ojos
que lucían con una extraña mezcla de mar y cielo.
Y su boca… con un
dulce reclamo de sabores profundos y esa estimulante serpiente, para el dulce
veneno de deseos de cada madrugada.
Desde esta sublime
aparición, se olvidó de los sueños, intentó robar el color de los jardines,
abandonó la melancolía, puso proa a la
esperanza y tiritó bañándose en la
recóndita luminosidad que emana de sus ojos.
Él, que nunca había tenido nada, emprendió las estrategias
necesarias, para que esos besos que
empieza a soñar, no se pierdan a pié de página de un relato nuevo que desea
definitivo.
Pergeñó un tratado de argucias, para ese desatino que se
adueña del pecho cuando los latidos se desbocan.
Y le nacieron sonrisas donde habitaba la melancolía.
Y se hizo amanuense de fantasías, escribió estrofas que eran
besos, rimó el deseo con las horas vacías y supo de cuantas ausencias caben en
un suspiro.
También supo, que justo el día que la conoció, había
empezado a vivir.
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