Era tan fantaseador
que quiso hacer un mundo nuevo con retazos de sueños guardados en un viejo baúl
de ropa usada.
Ante la falta de
ingredientes para la pócima milagrosa, no tuvo más remedio que utilizar el
brillo de una estrella, la sonrisa de un joven, el canto de una alondra, el ala
de una golondrina, el sol que calienta en los trascachos.
A pesar de los
esfuerzos de nuestro imaginativo protagonista, aquella alquimia no funcionaba.
Afanado en su utopía,
no se daba cuenta de que los sueños guardados en el baúl, se los había
terminado por comer las polillas, la estrella se había cansado de brillar
ahogada por la polución, los jóvenes escondían sus sonrisas, por la angustia de
un futuro pintado de miedos, la alondra dejaba de cantar, harta de no aparecer
en la lista de Spotify, la golondrina dejaba de aletear cansada de tantas
fronteras y alambradas y el sol, tan mayor y sensiblero, había decidido
ausentarse, mientras se ponían de acuerdo las antiguas y seguras cuatro
estaciones.
Nuestro visionario, ante
este vacío lleno de soledades, se olvidó del lenguaje de la luz y los latidos,
se hizo sombra y se dedicó a garabatear palabras inconexas.
Estaba convencido que
al final, ante la mudez de un cielo sin sentido, no tendría que peregrinar para
encontrar las puertas del infierno, siempre que ese concepto, como tantos
aprendidos, fuese real.
El GPS de su
existencia le acabó por marcar las coordenadas geográficas y la situación
exacta para tan desagradable final.
Aunque, pensándolo
bien, no necesitaba para nada el infierno, ya tenía bastante con su propia
soledad.
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