Definitivamente, lo
suyo no era la pintura.
De pequeño, ni
siquiera era capaz de hacer con un 6 y un 4 la cara de algún retrato.
Ni era mañoso para el
dibujo lineal, (siempre alguna línea torcida, o una mancha indiscreta y exuberante
de tinta le acercaban al 0 absoluto, en el preceptivo examen de bachiller), y
no hablemos del dibujo artístico que con paciencia infinita y probados
conocimientos, nos enseñaba la profesora de dibujo, topando siempre, a pesar de
sus esfuerzos, con su total incapacidad
para pergeñar al menos algo parecido al motivo que nos servía de modelo.
Creció y pudo
comprobar con envidia, como otros eran capaces de pintar con la sola ayuda de la ceniza de un cigarro, un
poco de vino tinto y una imaginación desmedida, algo bello y distinto que se
mantenía en el tiempo.
Envidió a aquel pintor
de brocha gorda, pero de sensibilidad afilada, que con cuatro líneas de un bolígrafo
y unas sombras sabiamente descuidadas, armaban en la página un cuadro perfecto
de unas ruinas soñadas.
Trató con pintores
consagrados, estuvo en estudios de premiados, comprobó desde el inicio carreras
de artistas que devinieron en imprescindibles, pero de todo aquello, no supo
aprender nada.
O al menos, Minerva o Kora, no fueron capaces de insuflarle
con su aliento, el latido necesario para hacer de él alguien que al menos
supiese representar con algún decoro la belleza que cada día se ponía ante sus
ojos.
Pasaron los años y
trató de trasmitir esa belleza con la ayuda de las palabras, dudando siempre de
si era capaz de conseguir, que esa belleza refulgiera.
Y cuando los otoños de
la vida se agolpaban con machacona insistencia, gracias a una técnica que no
sabía de amaneceres, luces, sombras y latidos, se hizo a la idea que al menos
podría “inventar” primaveras, crear nuevos colores y soñar que las maquinas son
capaces de hacer que los sueños se cumplan.
Sabía que era poco,
pero solo con eso se conformaba.
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