Hay veces que me
pregunto, cuando los almanaques, en su penumbra evocan desesperanza, donde
fueron a parar aquellos días de mi infancia, de un tiempo angosto de sueños y
plenos de desasosiegos.
Los suspiros se
entretejen y las guitarras pespuntean su amargura.
Solo amanecen
claridades cuando pienso, en aquel bar que me amamantó de realidad y me enseñó
todo aquello que nunca fui capaz de aprender en los pupitres de las aulas.
Mis maestros, la otra
familia, la no elegida. Aquella que se preocupaba lo mismo por exigirme la tapa
con el chato de vino, que por la marcha de mis estudios de bachiller.
La que me enseñaba lo
que no sabía preguntar, al tiempo que reclamaba con ímpetu el vaso de agua del
seltz, que se acompañaba con el café.
(Por cierto, ¿dónde
andará la brillante saturadora, que junto con los tubos de anhídrido carbónico
de Las Corominas, nos permitía fabricarla?).
Cuando el humo del
tabaco era legal y las siestas me daban lecciones de modorra tras el mostrador.
Mientras Celestino dudaba entre la novela del Coyote, el cigarro agonizante en
el cenicero y peligrosas cabezadas, trataba de resolver el crucigrama de mi
vida, sin obtener las respuestas necesarias para su resolución.
Pero aquella familia,
a la cual antes le llamaba clientela y a la que nunca la agradecí lo suficiente
tanta lección y tanta dadivosa enseñanza, siempre supo, sin pretenderlo y a
poca atención que yo prestara, a ofrecerme las respuestas necesarias.
Mientras hacía café en
la vieja cafetera Pavoni, mientras
escanciaba un vermut de las Bodegas Bilbaínas, con sus correspondientes
boquerones en vinagre, o tiraba una caña de cerveza Mahou de grifo y fregaba y
secaba “vedriao”, tuve tiempo de
enterarme de que no todas las doctrinas oficiales, eran verdaderas.
Aprendí que la vida
hay que afrontarla, sin tener un libro de instrucciones y que mirar, escuchar,
entender, estudiar, amar y perdonar, siempre hay que hacerlo mirando
directamente a los ojos.
Traté y comprendí, a
los que eran diferentes y estaban marcados a fuego por los prejuicios y las sinrazones.
Aprendí, supe y
utilicé palabras que no vienen en los diccionarios.
Pagué alboroques en
los tratos y escuché las palabras de los poetas, que algunos hubo y me marcaron
a fuego.
Supe buscar el tuétano
de la amistad, cuando una copa de vino hace de las suyas.
Le puse música a la inocencia
que empezó por cantar por “soleares”, mientras atentos esperaban Charlie
Parker, Miles Davis, John Coltrane y aquellos clásicos que le dieron prestancia
y sosiego a la existencia.
Aprendí también esa
cierta rebeldía, de aquello que pude mal oír, en frases entrecortadas y
silenciosas y que trataban de conseguir ese paraíso perdido teñido de sangre y que tanto costó de recuperar.
Ahora que el olvido me
acecha y los recuerdos duelen entumecidos, quiero recordar aquellos días, en
los que la vida, (mi vida), empezaba a sonar, como esta lluvia que ahora llama
intermitente en mi ventana.
Antes de que un
aguacero de olvidos, anegue mi conciencia y empiecen a desdibujarse la luz de
las estrellas, quiero darle las gracias a aquella familia del bar, que tan
importante fue para esta existencia, que ya empieza a estar desposeída.
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