Aquella infancia,
marcada por nubes azules
surcos verdeando a pesar de los terrones
y pájaros jugando al escondite
en la tarde preñada de ilusiones.
Aquellos días,
en el que tiempo sobraba,
mientras las horas somnolientas
caían del campanario,
haciendo que los perros
olvidaran los silencios.
Aquellos amigos,
licenciados en nidos y lagartijas,
faltos de juguetes y sobrados de golondrinas,
que al trascacho de las parvas en las eras,
coleccionaban deseos y soñaban esperanzas.
Aquel primer amor,
desvanecido como una sombra,
entre nubes de tiza
y peroratas magistrales.
Unos rizos dorados
donde se ahorcaban los deseos
con ansias y ternuras primerizas.
Aquel yo,
que buscaba en el descanso de la noche,
alguna estrella fugaz
que iluminase la tristeza gris de la existencia,
ofrecerle luz y latidos
a un caminar sin metas,
a un penetrante olor a odios y cenizas.
Hoy ha crecido el tiempo,
-tanto que comienza a acabarse-
y no todos los sueños se cumplieron.
Las luces de las farolas enmudecen,
las noches se acortan tanto,
que acabaré siendo perito en madrugadas
y a falta de estrellas fugaces
me sigo conformando con la luna.
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