Para mi amiga Ester, de la que siempre aprendo y a la que mucho admiro.
El día era
insoportable, sobre todo para aquellos que tienen un concepto especial y
relamido de la belleza.
El mar, enfurecido,
mordía la playa con dentelladas de espumas, mientras la lluvia, cansina y
caladera, buscaba piel adentro el nido donde guarecerse.
Aquella mujer paseaba
por la orilla, recitando pájaros, contando espigas, quizás resolviendo
complicadas ecuaciones o buscando la solución a trascendentes trabalenguas.
Solas ella y la mar,
caminando desde la tristeza que guardan los misterios hasta la alegría poética
de los sueños.
Algún atrevido le
preguntó como podía soportar tanta inclemencia.
Ella contestó:
.-
Estoy acostumbrada, hay muchos días
afortunados en los que mi cuerpo y mi mente no habitan el mismo lugar.
Hoy
mismo estoy más cerca de ese sol que pugna en salir entre las nubes, que en la
mojada y fría arena de la playa.
Y sin mirar atrás,
siguió paseando hasta ese sitio donde dicen que las olas descansan, las flores
eligen los colores, seleccionan los aromas y aprenden su canto los jilgueros.
Notaba el alado sentir
de su pensamiento y la serena y
transcendente levedad de su locura.
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