Para Macondo, al que imagino sonriente y con retranca.
Con un alma de niño que le permite reescribir los cuentos de
siempre para hacerlos más cercanos y con la humanidad necesaria para la
realidad de la vida.
Cuando se jubiló de la
Marina, decidió montar un restaurante en la playa, utilizando un viejo barco
hábilmente remozado, que pronto fue atracción de turistas.
Ufano por la apertura
de las limitaciones venidas de la pandemia, preparó minuciosamente los primeros
festivos sin restricciones, en espera de deseados clientes.
Eran pocas las
reservas y nadie se acercaba en el festivo y luminoso sábado playero.
Nervioso ordenó al
pinche de cocina:
.- Súbete a la “cofa” y avisa si observas
clientes por “ amura”.
El muchacho, valiente,
decidido y acrobático estaba al minuto en el sitio que se le había ordenado.
Al poco de su
observación sufrió un golpe en la cabeza por un “dron” mal dirigido, con tan mala fortuna que acabó con sus huesos
en el centro exacto de la “línea de
crujía”, aunque afortunadamente sin graves lesiones aparentes.
Un cliente solitario,
a la sazón miembro de la Real Academia de la Lengua, a la vista del suceso,
pensó que ya era necesario y perentorio aceptar para nuestro diccionario, la costumbre argentina de llamar
“carajo” a la poco consistente y
peligrosa “cofa” de los barcos, de donde viene la manida y sonora expresión
española de “mandar a alguien al carajo”.
El pinche de cocina
podría presumir en el futuro de que gracias a su diligencia, aparecía en los
libros sesudos e importantes.
Aunque el referido
accidente podría dejarlo en los tomos del idioma, peligrosamente junto y cercano, a
la entrada de una vieja y descorazonadora palabra en desuso: “cascajo”.
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