La noche se hace negra en las esquinas,
con su silencio irrevocable y frío.
La luna, con su curiosidad difusa,
apenas ilumina la fachada de la iglesia.
Dentro,
un rumor de nerviosos latidos femeninos
con emoción de mariposa y fortaleza de espiga,
acarician los repujados varales de un cimbreante
trono
de una madre solitaria en busca de un hijo que
sufre.
La puerta se hace luz
y de nuevo empiezan a doler las emociones.
A la plaza, ahíta de negrura,
le nace otro oasis de claveles y velas
y una extraña turbación, desconocida,
tirita en la fría soledad de mi contorno.
Una madre, enlutada de sombras,
ha bajado de su desconocido cielo,
desencajada y llorosa,
para saber de un hijo que sufre,
traicionado y vendido.
(Y no me lo han contado,
pude verlo ayer, jueves por la tarde, cerca de mi
casa
prendido por una turba de soldados y judas)
Se completa el retablo
y en la noche de un Valdepeñas doliente,
a pesar de músicas y fanfarrias,
a cada uno
de nosotros nos duele muy dentro
ese dolor de madre que sufre y llora.
No sé los demás, pero para mí quisiera,
que al igual que este hijo, a la hora de mi muerte,
mi madre volviera a renacerse,
como lo hacen las rosas en primavera,
y con su perfume besase
la macilenta cara de este hijo suyo
que ya no sabe de milagros desde que ella se fue.
La representación ha terminado.
Con el filo brillante de la saeta,
se apagan las últimas lágrimas
y vuelve a encenderse el alumbrado.
Ya no huele a cera derretida, ni humo de velas.
La procesión se va por otros vericuetos.
Y empieza a florecer otro extraño día
de esto que, incongruentemente,
llamamos primavera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.