Aunque se sentía con
fuerzas suficientes para seguir, no le quedó más remedio que aceptar las
palabras del que en realidad mandaba, (se
resistía a llamarle CEO), en su holding de empresas.
En la Junta General
Extraordinaria que presidió, acepto la renuncia y el nombramiento de uno de sus
hijos como sucesor.
Y pasado un tiempo,
empezó a notar que la tranquilidad era la tónica de su devenir en la vida.
Ya no presidía
reuniones de trabajo, no necesitaba viajar en su avión privado a las rutas
marcadas con una chincheta en el mapa de sus múltiples tiendas dispersas por el
mundo.
Ni siquiera tenía que
ocuparse de la fundación que le hicieron crear, con el argumento de que algo
ahorraría en sus impuestos.
De pronto, comprobó,
que no tenía nada que hacer.
Había estado tan
ocupado, que olvidó aquellas cosas que antes le hacían feliz.
A pesar de que el teléfono
había dejado de sonar, a pesar de que el “planing”
de su secretaria estaba en blanco y todas las horas le pertenecían, ahora no
sabía cómo llenar el tiempo que se le escapaba entre los dedos.
Antes suspiraba por
unas horas para dedicárselas a sus nietos y ahora que tenía todo el tiempo del
mundo, sus nietos estaban ocupados en otros importantes y provechosos
menesteres.
En su pueblo, era
reconocido por su altruismo y generosidad, pero apenas tuvo tiempo para asistir
a los homenajes que en su honor le habían programado y ahora que podía, sus músculos
le negaban el placer de la visita.
Menos mal que cada
lunes, acompañado de su chofer, visitaba un “mercadillo”,
igual a aquel donde empezó todo y donde era capaz de recordar que la
felicidad no necesita de grandes alharacas y además, casi nunca cotizaba al
alza en las bolsas.
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