En esta otra noche, en
el que el sueño ha vuelto a ausentarse sin mediar explicaciones, me ha dado en
pensar en los abuelos que no conocí.
¡Otra vez el
pasado y este manifiesto de ausencias que inclemente me acosa!
Antes, cuando casi
todo era el vacío y las estrellas apenas refulgían, mi abuelo paterno amanecía
con el surco, desbrozando hierbas, agavillando sarmientos, destripando terrones
como si fuesen irrealizables sueños.
Solo acompañado
por el silencio, el sudor y la mirada perdida y esa terrible seguridad de
saber, que seguirá con la desagradable humillación de una existencia baldía y
de intuir qué por siempre, tendrá que soportar en sus espaldas, la fatiga y
la vergüenza de no aportar lo necesario, para que al menos los sábados se
llenaran de pan y risas, a la sombra fresca de la parra.
¡Otro mártir,
clavado en el marrón horizonte de la llanura!
Mientras, mi
abuela repartía mendrugos adobados con lágrimas, rezaba interminables rosarios,
se quemaba las manos con el jabón hecho con sosa caustica y ceniza, pero eso
sí, nunca se atrevió a pedir explicaciones a ese dios con el que tanto
platicaba y nunca respondía.
MI abuelo
materno, era carretero. Y mi abuela, al igual que luego mi madre y mis tres
tías se dedicaron a servir en casa ajena. El único hijo, desde que dejo la
niñez, tuvo bastante con ayudar a su padre en las cansadas labores de la carretería.
A una de las
hermanas de mi madre, no llegué a conocerla y siempre me ha extrañado que nadie
me hablara de ella.
Un silencio,
pesado y gris, como entonces era la vida, daba vueltas al extraño universo de
la mesa camilla y apenas susurros eran las conversaciones de las largas tardes
de tedio, en las que a veces las miradas decían más que lo que ocultaban las
palabras.
Después supe
que no pudo resistir que un amor incipiente, que además eligió mal el bando de
las ideas, duró solo lo que tarda un chivatazo, en ser un proyecto cercenado
por el odio y la muerte.
Esa muerte en
la que también ella, encontró la solución.
Un reseco árbol, sin apenas raíces y con ramas retorcidas e implorantes, al que le faltan el verdor esperanzado de las hojas
Como veréis,
pocos himnos, blasones y victorias, pero eso es la vida y así hay que afrontarla, salir de la oscuridad
en busca de la luz y cuando no se encuentra, chocar piedras, encender
hojarasca, buscar reflejos de amaneceres, acunarse en el amor que todo lo
aclara, escuchar las luminosas palabras de los poetas, hacer que la música nos
ilumine y saber que hasta las aves carroñeras tienen alas.
No conocí a mis
abuelos y ni siquiera tengo el recuerdo de alguna rayada y sepia fotografía que
me los enseñe estáticos, sentada ellas con velo en una silla moldeada, y
envarados ellos, de pie mientras se apoyan en el respaldo de la silla.
No puedo presumir de pedigrí, y mi currículo es mas bien escaso, pero no me quejo, que vivir nunca suele ser fácil.
El sueño no
llega.
Salgo a comprobar si siguen dando luces las estrellas.
La oscuridad se ceba con la noche y los
recuerdos, aunque espero una feliz amanecida.
Pasadas unas horas, nos llegan las
sonrisas necesarias para que la claridad se encienda.
Mis nietas, que andan por esos mundos,
felices y ocupadas, nos hacen el esperado y seguro Face Time, de todas las
semanas.
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