Cuando recuerdo el
campo de la tierra donde nací, añoro el perfume de su reseca brisa, la rotunda
verdad de su sol, con sus colores de siglos, el marrón terroso de sus surcos
que soportan, en perfecta formación, la visita de una lluvia benefactora que les
permita lanzar sus brotes verdes al aire, como en una celebración alegre y
provechosa.
Echo de menos, el
aleteo de la perdiz en los cielos azules, el conejo que hace eses entre
matorrales, a sabiendas de que su vida, (y la de sus crías), penden de su rapidez
y sus impensadas estrategias.
Las torcaces, que
ponen puntos suspensivos entre encinas y robles. Las grullas, viajeras sin
pasaporte que vuelven a la querencia de calor y claridades y que en la tarde
interpretan una sinfonía de graznidos al dirigirse al dormidero.
El gorjeo del pardal
que adormece con su sempiterno y
monocorde canto, y nos y se avisa de peligro, cambiando de partitura, con un
prolongado y temeroso silbido.
La ruda y rauda verdad
de la liebre, que al contrario del conejo, no le permite domesticarse y vive
feliz y salvaje, con la única defensa de su velocidad y su salto.
Ei icónico y solitario
ciervo, al que también le llamamos en mi tierra venado, esos bellos animales, tanto si son varetos u horquillones,
con su ramificada cuerna, cuando son mayores y que suelen mostrar durante la berrea, su necesidad de pareja, avisando a alguna de las hembras que en manada esperan.
El corzo, que en
primavera y verano, “ladra”, para que
las corzas jóvenes acudan a su reclamo y satisfagan sus necesidades lúdicas y
reproductoras.
Belleza,
naturaleza, luz, ansias de subsistencia, la vida en fin, que se trasgreden
vilmente, cuando una escopeta suena en la tarde con sus ecos de muerte.
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