Como cada noche,
después de despertarse del sopor al que siempre se rendía harto de vaciedades y colorines en la
televisión, se aseguró de que no quedaba ninguna luz encendida, que las puertas
estaban cerradas y las ventanas con las persianas bajadas, se lavó los dientes
y después de doblar cuidadosamente la ropa y prepararse el vaso de agua en la
mesita, se metió en la cama.
A la mañana siguiente
el despertador, obediente, lo sacó de su profundo sueño.
Le extrañó que su
mujer, siempre diligente y dispuesta, siguiese en la cama.
La tocó en la frente y
notó una extraña frialdad.
Con una cierta desazón,
se acordó de que en la noche pasada, antes de acostarse, se le había olvidado
darle el beso acostumbrado.
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