Se llamaba Federico y
hacía barquitos de papel con las palabras.
Tenía alma de seda,
manos con pesadillas de grito y tacto de guirnaldas.
Su vida era un canto
de alondras y sus ojos una luz mágica
que envidiaban las estrellas.
Pero cada día, en sus
amaneceres, tenía que amordazar sus sentimientos y poner sordina a esa voz sin
domesticar que lo hacía diferente, esas ansias desesperadas que a veces lo
agobiaban.
Quedó con una amiga,
para disfrutar en compañía de del suave misterio de los atardeceres.
Pero a esa hora, no
todas las ventanas levantan los visillos, ni hay valientes detrás de las
tulipas apagadas.
En un segundo, un
rumor de muescas repetidas, pone en alerta a la camada.
.-Maricón a la vista.
Y las pantallas que no
saben de vergüenzas, repiten los mezquinos mensajes de desamor y cenizas.
Un cataclismo de odio
va avergonzando a la noche.
Un grupo de jóvenes
con ira en los ojos y muerte en sus botas, descargan sus frustraciones en el
ring acostumbrado del asfalto.
Manos hechas para la
caricia, se tensan violentas y asesinas, demostrando la triste falacia de una
hombría que nadie les reclama.
En los semáforos de la
noche han dejado de parpadear, avergonzados, los colores.
Te llevaron a la
muerte y te vaciaron de palabras y un caudal de lágrimas sigue sin ser capaz de acallar a las jaurías.
Ya no escribirás
poemas ni podrás amar libremente, no sabrás de amaneceres, ni de brisas, pero a
cambio debo decirte que, mientras los jueces recapacitan y las palomas escupen
sus ramas de olivo, el grupo que subió tu muerte y agonía a “Instagram”, cuando escribo avergonzado
estas líneas, ya llevan más de 1.500 “likes”.
Se llamaba Federico y
aunque han pasado 80 años y unos pocos días, podía haberse llamado Samuel.