Lo que veis en esa
fotografía, no es la maqueta para una nueva versión de Metrópolis, de Fritz
Lang, ni el decorado de una serie futurista, presto a llenarse de naves de
otras galaxias. No, es una ciudad real donde viven personas como tú y como yo.
Ahí viven hombres que cuando
niños han pintado, con estridentes trazos infantiles, casas azules con puertas
amarillas y tejados verdes, con chimeneas con denso humo blanco, con un árbol de frondoso e irregular verde y
con un pozo aledaño a las ovejas naif, propias del candor infantil.
Y los padres o los abuelos
de esos hombres que habitan en esa inanimada ciudad, han sabido de la hora con
solo mirar las sombras de los chaparros, y de la futura lluvia, con mirar el
cerco de la luna. Han disfrutado con el olor de flores que adornaban los
caminos, del rumor de regatos frescos y susurrantes, del sol que embellecía la
alborada y secaba los alacranes.
Esos padres o los padres de
esos padres, han sabido, con cabal discernimiento, poner fin a las estaciones,
agradecer el milagro de la lluvia, han podido mirar al cielo cara a cara, con agradecimiento o con rabia, sin que nada
se interpusiera en su plegaria o en su blasfemia.
Los ancestros de los que
ahora viven en esa ciudad inanimada, han enseñado a sus hijos que la tierra es
la total y verdadera madre, que a ella hay que agradecerle lo que somos y
tenemos, que hay que cuidarla, mimarla y darle siempre gracias por su demostrada
generosidad.
Cuando sus mujeres, recién
aluciados sus moños, regaban las puertas de sus casas y en sillas de enea, se
reunían en un sanedrín vecinal de algunas alegrías y muchas penas, reales o
ficticias, ellos, los abuelos de los habitantes de esta ciudad de hoy, se
llamaban por su nombre, compartían su petaca y sus saberes, se preocupaban de
sus problemas, se daban palabras y consejos, que tenían el mismo o mas peso,
que la bancada de piedra donde, anclados a la tierra con su gayata de roble,
esperaban la noche.
¿Quién le va a enseñar a los
niños de esa ciudad a subirse a las moreras para coger hojas con las que
alimentar gusanos? ¿Quien le enseñará a cuidar de ese pajarillo indefenso, que
no había sabido resguardarse del las nieves primerizas? ¿En que era aprenderán
a conducir, ebrios de sol y picores, su primer vehículo en forma de trillo?
Me dan mucha pena los
habitantes de esa ciudad. Por mas altos que estén los rascacielos, mas lejos
estarán de la luna y nunca podrán ver reflejadas estrellas dentro de los brocales de los pozos, ni podrán oír a los
grillos, en las noches calurosas, y les será difícil ver como alguna golondrina
hace nido en su ventana.
¡Pobres los niños que en el
futuro nazcan en esa ciudad, a los que se les priva del majestuoso prodigio de
la naturaleza!