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En
la amplia nave de la finca familiar que hacía las veces de garaje, junto a los
viejos modelos de automóviles, con un desordenado batiburrillo de vejez y
polvo, convivían coches antiguos, motocicletas, viejos tractores, cosechadoras,
maquinaria diversa y toda clase de cachivaches camperos.
Aquel
era el punto de reunión durante la siesta, de los tres nietos del dueño de
aquel enorme cortijo andaluz.
Mientras
sus padres veraneaban en Biarritz, San Sebastián o Santander, ellos campaban a
sus anchas en la finca de los abuelos, bajo la cómoda vigilancia de la familia
del mayoral de la ganadería, ya que la abuela no solía salir de su casa de
Sevilla y el abuelo, a pesar de su edad, seguía preocupándose del negocio, sin
saber de descansos, porque como él mismo decía, ni los toros, ni las cosechas,
ni los bancos, ni las labores necesarias del campo, sabían de vacaciones.
Los
tres nietos, jugaban dentro de la nave y cada uno se había hecho dueño de
alguno de los enseres allí abandonados.
El
mayor, Ignacio, haciendo valer la autoridad de su mayor edad, había elegido un
enorme coche Hispano Suiza, al que había quitado la lona polvorienta que lo
cubría, había limpiado de la mejor manera posible y cada tarde soñaba con
viajes interminables y gestas automovilísticas en los mejores circuitos del
mundo.
El
segundo Pablo, tuvo que conformarse con una moto con side- car, medio
desvencijada, pero que él supo domeñar, llegando incluso a ponerla en marcha,
tras muchas tardes de dedicación y tímidas broncas de la guardesa, al verlo
llegar sucio de grasa y polvo.
·
* * * * * *
Mucho
tiempo después, a la sombra de la catedral de Sevilla, Sebastián recordaba
aquellos veranos infantiles, donde todo era posible y nada se les podía
denegar.
Con
una sonrisa triste recordó, que ninguno de los tres hermanos, se interesó nunca
por el tractor o la cosechadora: eso no era para ellos, eso significaba trabajo
y para eso no habían sido educados.
La
tenue sonrisa se le borró de la cara, cuando vino a su mente la muerte de su hermano Ignacio, en un accidente de automóvil, después de una larga noche de vino y
juerga.
De
Pablo solo sabía que tras vender alguna de las pocas pertenecías familiares que
restaban (incluida la moto con side-car, ya una reliquia), había conseguido un pasaporte
y había iniciado un viaje en barco, ignorando cual terminaría por ser su
destino.
Todo
se vino, estrepitosamente abajo. Desde que el abuelo faltó, nadie fue capaz de
asumir la responsabilidad de mantener a la familia. Si los padres no sabían, es
lógico pensar que tampoco podrían enseñarlo a sus hijos.
Él,
el más pequeño, recordaba a la sombra de la catedral la vida pasada, mientras
esperaba que algún turista lo reclamara para darle una vuelta por Sevilla en el
viejo tílburi del abuelo.