UN
DÍA EN LA PLAYA
14/08/2018
En el paseo donde
habito este verano, los pájaros acostumbran a gritar temprano desde las
acacias.
No es que me molesten,
que uno ya acostumbra a madrugar según el decreto de los años, pero es que con
su alegre sinfonía, parece como si llamaran a rebato a los visitantes de la
playa.
El mar de enfrente
sigue a los suyo, sin reparar en gritos y aleteos, mientras las olas, mansas y
constantes, refrescan la arena de la orilla, pensando en los castillos de los
niños.
No sé si por el aviso
de las aves, la premura de los más pequeños o las ansias de proximidad de los
mayores, lo cierto es que, de aquella playa virginal y primeriza apenas queda
alguna gaviota despistada, el hombre de
las hamacas que coloca las últimas sombrillas y el penúltimo repartidor de Cruz
Campo que se acerca al chiringuito.
Una sirena, morena de
L´ Oreal e interminables horas al sol, termina varada donde las olas rompen,
aunque no sepa mucho de Alejandro Casona y si de whatsApp y emoticones.
Una madre primeriza,
persigue al hijo con el plátano en la mano, mientras este solo sabe de transportar
cubos de agua, para el agujero en la arena que le hizo su padre al llegar.
Pretendo leer, pero
aunque la ficción es interesante y me arrastra, es mucho más importante la vida
de esta mañana de playa.
El niño sigue
transportando agua a la orilla, la madre, cansada del seguimiento, abnegada y
olvidando los mandamientos de la dieta, ha terminado por comerse el plátano,
ahora rebozado de arena.
El padre, sigue
absorto con el Marca, que queda mucho por leer aunque España haya sido eliminada.
Pero quedan las dudas existenciales de Ronaldo, que duda entre pagar lo debido
a Hacienda y entre un avión nuevo para su nueva miss.
Algún desalmado,
intenta poner su toalla delante de ese matrimonio instalado al borde con sus
dos sillas, su sombrilla y la bolsa de los arcanos, y termina por levantar el
campo ante los improperios de los que se saben propietarios del lugar por
madrugadores y pioneros.
Mientras, Mario Conde
ese policía que solo quiere ser escritor, trata de engancharme, con su humor
literario y decadente, en la novela “Vientos de Cuaresma” de Leonardo Padura,
con su protagonista femenina Karina tocando desnuda el saxo, una pareja de
muchachas pasean por el borde del mar, mostrando la casi total desnudez de sus
cuerpos que lucen su rotundidad con pasos caribeños y brillos de piel casi
cubana.
Bajo una sombrilla
tres orondas mujeres hablan de sus cosas, mientras los maridos acrecientan la
medida de sus cinturas a base de cervezas, papas, aceitunas y boquerones en
vinagre, importándoles poco la llamada del agua.
Un moreno, sin
necesidad de aceites y horas tumbadas al sol, se acerca a las mujeres mientras
portea toda una tienda de vestidos playeros, gafas, relojes, sombreros de paja
y camisetas de marcas conocidas.
Ante su petición,
descarga parte de su pesada carga y se dispone a enseñar vestidos, pareos y
pamelas.
La playa se hace
mercadillo y probador, como en un Corte Inglés desinhibido y triste.
Vuelvo de mi chapuzón
refrescante y todavía sigue el chalaneo.
Al final, el negrito,
harto de tanta cháchara y manoseo, vuelve a soportar su pesada carga, sin haber
conseguido aminorarla ni en un gramo, mientras las mujeres siguen sonriendo, comentan lo que se han divertido. Por su posterior conversación me
entero, que no pensaban comprar nada, ya que ni tenían monedero ni pensaban
llamar a sus maridos, que por cierto habían cambiado de “chiringuito”.
Vuelvo a la novela: El
Flaco, le dice a Conde: “Ojalá te salgan
bien las cosas, mi hermano. La gente buena merece tener un poco más de suerte
en la vida.”
El
Conde pensó que tenía razón: el Flaco era la mejor persona que conocía y la
suerte le había vuelto la cara. Pero aquello le parecía inaceptablemente
patético y, buscando una sonrisa, le respondió:
.-
Ya estás hablando mierda, asere. Los buenos se acabaron hace rato.”
El
niño, cansado de tanto inútil trasiego, sentado bajo la sombrilla, le dice a
su madre que tiene hambre y que quiere un plátano.