Acostumbrado como estoy a que el mar me reciba sosegado y silente, con esa quietud encendida y maternal que te hace desear su abrazo y su caricia, guiñando de luces sobre el azul, como en un inmenso luminoso. Acostumbrado a refugiarme en su silencio, cuando se acaba la marabunta y las soledades necesitan de espacios y belleza, tengo que confesaros que aquel día, el mar, ese amigo mar del que presumo, me asustó.
Ya, al acercarme, me preocupó el sonido ronco que emitía, como el del pecho de un minero alcohólico y fumador.
Al igual que el tísico sin solución, su cavernoso ruido iba acompañado de enormes esputos de espuma, que como surtidores de odio se dibujaban en el horizonte más cercano.
Me dio miedo también, la agresividad de sus olas, que con zarpazos de rabia y sin blancura de espumas que las dulcificaran, se empinaban violentas sobre la costa, rompiendo las bridas que antaño las amansaban.
La playa, mordida por la ferocidad de unas aguas, que no se sabía si eran empujadas por el viento o por el odio de un dios guerreo y vengativo, aparecía vacía de arena y plena de detritus y suciedad. Donde antes jugaban niños y dormitaban sirenas, cubriendo de risas y colores la mañana, ahora parecía como si el mar, hastiado ya de soportar tanta afanosa desidia, quisiera enseñar, como en un triste escaparate, todo lo sucio y contaminante que guarda en sus entrañas.
Todo ese odio escondido, había llegado, también, a romper los endebles diques que el ansia constructora, trataba de domeñarlo y con brutales bocados de perro rabioso, había roto barandas, cuarteado carreteras y en su violenta voracidad, había erosionado las viviendas, que la irresponsabilidad había puesto robándole el lugar que le pertenece y que ahora, violento, reclama.
A pesar de lo desagradable del paisaje que se mostraba ante mis ojos, había como un canto de dolor y desengaño en el ronco rugido de las aguas. Y hasta las gaviotas, afanosas entre los detritus más alejados de las olas, tenían un canto mas ronco y un vuelo mas alicaído.
Seguro que ni las gaviotas, ni yo mismo, estábamos conformes con aquel mar.
Entendíamos su mensaje. Sabíamos de su paciencia de siglos, aguantando todos y cada uno de las felonías que los humanos le habíamos infringido, aceptábamos su dolor, e incluso justificábamos este serio aviso, gritándonos que esto no podía seguir así.
Pero nos dolía este mar sin azules, sin velas blancas llegando al horizonte, sin pequeños peces jugando cerca de la arena.
Este mar, ahora gris marengo y triste, que siempre tuvo palabras que enseñar, juegos que ofrecer, ideas que iluminar, colores con que llenar paletas de pintores, ese mar es el que yo quiero.
Por ese mar, justifico esta rabia de ayer, pero quiero cantar la luminosidad de siempre, pidiéndoles a los hombres que luchemos por este mar de la inocencia. Un mar surcado por blancos pañuelos que olviden las lágrimas y solo volteen con sonidos de alegres bienvenidas.
Un mar que entre sus aguas nos traigan sonoras sinfonías de otros meridianos.
Démosle a este viejo mar nuestro del saber y los ensueños, el limpio lugar que necesita para su reposo, la tranquilidad debida a sus siglos de dadivas y enseñanzas, la ternura sin macula del agradecimiento.
Mucho de lo que somos, se lo debemos a este Mediterráneo, ayer enfurecido y oscuro, pero que, seguro, mañana volverá a ofrecernos, envuelto entre espumas y algas, el regalo magnifico de su azul infinito.