El
pasado día 2 de abril, os pedía permiso para ausentarme, dando a entender que
en quince días no aparecería por estos lares. He faltado a mi palabra: “lo siento mucho; me he equivocado y no volverá a ocurrir”.
No
vayan a creer que algún empresario saudí me ha patrocinado unos días extras en
el viaje ya programado. Nada más lejos. Uno no tiene embajadoras de buena
voluntad que sean capaces de conseguir lujosos eventos y compartidos aposentos.
Y si así fuera, menuda es la reina de mi casa, no es que se resista a compartir
almuerzo conmigo, es que me pone de patitas en la calle, con la maleta y el
toisón incluido.
Ha
sido mucho más simple. El viaje ha durado los días previstos, pero la otra
semana, ha habido que dedicarla a poner en orden las maletas y sobre todo, los
recuerdos.
Mi
amiga Esillevanía, me pedía en su comentario que le gustaría que pusiera en
palabras lo visto, contemplado y admirado.
Me
suelen faltar palabras cuando trato de explicar mis sensaciones felices y todo
el viaje ha sido un agradable rosario de felicidades.
Primero
Madrid, al que he encontrarlo gris, un poco sucio y enfurruñado, pero hemos
sabido encontrar la luz y la belleza, primero en el Museo del Prado, recordando
y volviendo a admirar los Rembrandt, Tiziano, Rubens, Velázquez,
Caravaggio, Goya.
Y después en el Museo
Thyssen, la magnífica exposición de Marc Chagall, con los brillantes colores de
su primera época, en la que pensaba que “el
arte es el esfuerzo incesante de competir con la belleza de las flores…sin triunfar
jamás” y las oscuras tonalidades que son como tenebrosas pesadillas, solo
explicables por la muerte de su esposa.
Después
el disfrute casi sensual de la primeras vanguardias, la pintura holandesa y el
impresionismo, de la colección Carmen Thyssen.
Gracias
a esos modernos medios de locomoción que tanto han proliferado en nuestro país
y que ahora estamos pagando a un precio demasiado doloroso, en poco más de dos
horas estábamos en Sevilla.
La
luz ya no era el milagro de un pincel, ni la sabia mezcolanza de colores en una
paleta. La luz nos recibía con su multicolor abanico de brisa, para enseñarnos
que también las penas se pueden olvidar gracias al milagro de una sonrisa.
Se
entreabren las puertas de la dicha dejando entrever un puñado de claridades.
Y
un olor intenso a azahar es nuestro
amable compañero, el anfitrión idóneo para pasear por esas calles, donde me
gustaría perderme y termino por encontrarme.
Aquí,
el arte no hay que buscarlo en protegidos edificios, te lo encuentras a cada
paso: en la risa de un niño, en los ojos de una mujer, en la gracia sin tapujos
de quien te atiende, en los patios abiertos, en el color de las flores, en el
barroco colorido de los escaparates, en la fría manzanilla que acaricia la
garganta, en los recoletos rincones de las plazas, en las nubes, como
blancos girones pintados con alas de golondrinas.
Y
en ese río que separa a Sevilla de Triana.
No
pretendo dar envidia, pero me aflora el recuerdo de un glorioso bodegón vivido:
un plato de gambas blancas de Huelva, unas tortillas de camarones, una botella
de manzanilla y dos catavinos, sentados a la vera del rio en Triana, A nuestros
pies, el rio y enfrente una postal de Sevilla con una real y próxima Torre del
Oro y apuntando al cielo azul, el milagro de piedra de la Giralda.
Y
todo ello, en lo que a mí respecta, acompañado siempre por el calor de la mano
de mi compañera, por su sonrisa, por la felicidad de sus ojos.
Este
no era el viaje iniciático de una vida que se empezaba a vivir a compás. De
aquello han pasado 50 años. Lo que antes era atracarse de emociones, sin temor
al desaliento y el cansancio, se ha tornado placer sosegado, disfrute medido y
pensado, tiempo para el obligado descanso y para los recuerdos risueños de momentos ya vividos.
Pero
antes y ahora, hemos estado unidos por la noticia conmovedora de un amor que
sigue floreciendo en cada primavera.