miércoles, 25 de octubre de 2017

HOMBRE TAN DE TIERRA TIERRA


Cueva de la Bodega "El Trascacho", del admirado y recordado amigo Andrés Cejudo.


Aquel hombre tenía en su cara todos los surcos de la tierra que le vio nacer. Era pequeño y rugoso como una cepa anquilosada, sabedora ya de que pocos racimos podían vivificarse con su savia. Sus pantalones de pana, se sujetaban  a su cintura con un cordel que agavillaba su figura.

Siempre trabajó en el campo y se vanagloriaba de haberlo hecho siempre para el mismo “amo”.

Había hecho de todo: recogido aceituna, vendimiado, segado. Sabía de mañanas frías, de tardes agosteñas, con la garganta con la misma necesidad de agua que los terrones que se deshacían bajo sus “albarcas”.

Tenía una hija ya casada con lo que él llamaba “un escribiente”. En realidad el yerno trabajaba en un banco en Madrid.

A pesar de los múltiples requerimientos del matrimonio, nuestro protagonista se había negado en redondo a abandonar el pueblo e irse a la capital, con el contundente razonamiento de que “él no se apañaba a vivir en medio de aquel desbarajuste”.

Vivía solo. Hacía tiempo que ya no iba al campo, pero él no sabía de jubilaciones y como solía decir, “aunque le faltaban dos años para los “cuatro veintes”, estaba “telendo” y podía aprovechar”.

Su “amo”, mejor dicho los hijos de su “amo”, le habían permitido que estuviese en la bodega, haciendo pequeñas faenas, y sobre todo cuidando de la “cueva”, a la que llamaba “La sacristía”, él tan poco dado a iglesias y sus boatos.

Era el encargado de atender a los visitantes, mostrándoles las instalaciones y dando a probar los vinos de las tinajas que celosamente cuidaba con lo que alguna buena propina se ganaba al final de su visita guiada.

La bodega había crecido, desde que los hijos del “amo” la habían vendido a una importante  multinacional de bebidas, cambiando por completo su funcionamiento.

Un trasiego constante de relucientes camiones cisterna, de “palés” rebosantes de cajas multicolores. Una monumental embotelladora, atendida por uniformadas muchachas, había sustituido a los antiguos “medidores” que llenaban pellejos con embudos y medidas artesanales.

Hombres con batas blancas, “los médicos del vino” decía nuestro hombre, manejaban extraños artilugios y  desconocidas maquinas “con luces de colores”, para poder intuir, la calidad de las uvas, algo que él sabía solo con pisar el “majuelo”, ventear los aires y probar un racimo todavía en agraz.

Una tarde, al salir del trabajo, oyó decir a “los de las oficinas”, que los nuevos dueños pensaban instalar unos enormes depósitos por la zona donde estaba “la sacristía”, aunque no hizo mucho caso. Siguió cuidando las pequeñas y panzudas tinajas de Villarrobledo, con el mismo mimo que siempre.

A las dos tres semanas, un ejército de hombres con chalecos reflectantes y cascos amarillos, empezaron a levantar plateados y gigantescos molinos sin aspas por la zona de la cueva.

Alguien ordeno el relleno de la misma, con el fin de asegurar los anclajes  de los depósitos de acero.

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Todos se extrañaron que a la hora de salida, no apareciese nuestro hombre, con su caminar pausado.

Fueron a llamarlo, antes de cerrar la enorme puerta metálica de la bodega.

Lo encontraron, definitivamente quieto, al pie del empotro de la cueva, apoyada su cabeza en una tinaja. Entre sus labios una colilla amarillenta. Sus pantalones, (color tierra), atados a su cintura por una cuerda. La luz de una pequeña bombilla, le ponía como una triste aureola a su cabeza.
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Meses después, cuando la primavera iniciaba sus milagros, al pie de los depósitos plateados, unas pobres y sin historia flores silvestres, habían conseguido brotar, poniendo un toque de naturaleza y vida en aquel aséptico complejo.







miércoles, 18 de octubre de 2017

OTRA VEZ EL MAR



OTRA VEZ EL MAR


Cada vez que vuelvo al mar
la vida me renace.

En su orilla,
con su minué de espumas,
se olvidan los calendarios
y sobran las recetas.

Cuando me adentro en sus aguas,
buscando las caricias de sus olas,
recobro el compás
y se visten de domingo todos los arpegios.

Miro el lomo terso del horizonte
y se hacen posibles todos los poemas
mientras como trallazos de luz,
saltan los peces en busca de metáforas.

Yo,
que vivo entre dos aguas,
le doy gracias al mar,
por seguirme recitando su alegre salmodia.

Por tatuarme en la piel sus talismanes.
Por escribirme en el encerado de su arena,
que todas las pisadas van hacia la aurora.

Y por traerme con la brisa
recados de sortilegios
y rumores de esperanza.




miércoles, 11 de octubre de 2017

LECTURAS DEL VERANO


El tiempo del verano se va alejando lentamente escondiéndose entre los pliegues de las tardes que se hacen más cortas y soportables.

Cuando cojo la novela que ahora leo, (El color del silencio, de Elia Calderón), recuerdo la promesa que le hice al buen amigo Emilio Manuel, de recordarle los libros leídos durante las vacaciones. A ello voy.

Comenzaré, por una que he leído, gracias a esa lista de lecturas que el propio Emilio Manuel edita en su blog:

“Vestido de novia”, de Pierre Lamaitre, una novela negra, un thriller psicológico, que te engancha desde el primer capítulo, (hablo por mí), que se convierte en una tremenda pesadilla y un ritmo trepidante. Con unos cambios de enfoque, deliberadamente propuestos por el autor, que lejos de decepcionar te invitan a seguir inmerso en la historia.

Me gustó lo suficiente, tanto, que quise repetir con el mismo autor y me decidí por:

“Recursos inhumanos”, un “thriller” diferente que podría ocurrirle a cualquiera que pierde su puesto de trabajo y tiene que seguir viviendo.

Novela para tiempos de crisis y de contratos basura, con una trama bien urdida, aunque a veces disparatadas, que te engancha de la solapa desde la primera de sus 420 páginas.

“La neblina del ayer” del cubano Leonardo Padura, una versión amarga y agridulce de una sociedad que creyó que una revolución lo cambiaría todo y donde se dibujan unos personajes variopintos que tratan de mal vivir y donde los libros tienen una vital importancia. El autor toma el titulo de un verso del bolero de Virgilio-Homero Expósito, “Vete de mí”, magistralmente cantado por Olga Guillot y Bola de Nieve



“El salvaje”, del mejicano Guillermo Arriaga, mucha crudeza y violencia narrativa, que por el contrario se diluye y se hace fatigosa, en un batiburrillo de historias mezcladas. Debo confesar que me costó terminarla.

“Todo esto te daré”, de la reconocida autora Dolores Redondo, ganadora del último Premio Planeta.

Soy un poco reacio a entrar en el envite comercial de los premios que buscan bet-seller y si a eso le sumamos que fui incapaz de leer el tercer libro de su famosa trilogía, no esperaba  mucho de su lectura, pero debo confesar que en esta ocasión, no me ha decepcionado.

“La Regata” de Manuel Vicent. Con su prosa mediterránea y barroca, nos cuenta una historia coral, donde el “postureo” de unos personajes muy del momento, nos muestran su indignidad
en medio de la belleza de un mar resplandeciente, pero abandonado. Sus 240 páginas se dejan leer, sobre todo si estas al lado de ese bello mar.

  Y por las noches, cuando la oscuridad se hace irrespirable, y la terraza te llama, he aprovechado para disfrutar del libro  de sonetos de nuestro vecino de aquí al lado, Jesús Andrés Pico, “De decires y alondras”.

 Jesús, se abre en canal y nos muestra, a golpe de corazón  y encerrados en 14 versos, toda una experiencia vital. El amor, la niñez, Castilla y su propio devenir humano.

Es alentador comprobar, como el soneto, a veces denostado, florece, con todo su esplendor, en el bello libro de este buen amigo y poeta.

El autor ha tenido, además, la gentileza de incluir un soneto que me dedicó, al recibir mi poemario “Por un hombre en paz”.

Gracias amigo, tus sonetos me han enseñado que las noches con el mar y la poesía, solo son precursoras de brillantes amaneceres y días mejores.

miércoles, 4 de octubre de 2017

DOS SILLAS EN PRIMERA LÍNEA DE PLAYA



Lo bueno de haber cumplido los 80 es que ya no necesitas despertadores.

Los veo pasar todas las mañanas, con sus pasos cansados de tantas laboriosas madrugadas, cuando todavía el sol le saca los colores a tenues nubecillas que arreboladas, tratan de esconderse tras el horizonte.

La pareja que cada día se dirige al mar, cuando aún en la playa los tractores nivelan las arenas, serán de mi quinta.

El marido trasporta las sillas y la mujer un cesto de enea con las toallas.

Se colocan cerca del lugar donde se confunden la espuma y la arena y como cada mañana, comulgan con el mar y todos sus secretos.

Cuando sus ojos empiezan a llenarse de estrellas por el parpadeo de las primeras irisaciones del sol sobre las aguas, cogidos de la mano, entran en el agua, para recibir juntos el agradable bautismo que les regala la naturaleza.

A la playa empiezan a nacerles sombrillas, como flores multicolores, los niños preparan los enseres para su fútil arquitectura y en las últimas líneas se montan bien juntitas, las esterillas de los enamorados.

Cuando esto ocurre ellos cogen sus bártulos y con paso pausado, pero felices, abandonan la playa.


Esta mañana, el sol ha perdido la batalla antes las tercas nubes y un aire húmedo, ha prevenido a las gaviotas que han desistido de sus majestuosos vuelos.

Ello no ha sido inconveniente para que la pareja de mi historia, como cada día, con esa puntualidad de los que ya lo tienen todo hecho, haya ocupado su sitio en primera línea de playa.

Han seguido el ritual de cada mañana, aunque esta vez, con una pequeña variante.

A la hora en la que empiezan a llegar los veraneantes a la imperiosa llamada del mar, a la hora a la que ellos suelen abandonar la playa, ha empezado a llover.

Desde mi terraza, he visto como, mientras los demás huían en estampida de la playa para guarecerse de la lluvia, ellos volvían a montar sus sillas, se cogían de la mano y envueltos en gotas de lluvia, volvían a buscar las caricias de las olas.

Y así, mecidos por la brisa y bendecidos por el agua total, se han abrazado mirando al horizonte.

Los he visto pasar, camino de su casa, con su paso lento, pero con cara de felicidad.


Esa cara de felicidad que solo se alcanza, cuando se está dispuesto a comulgar con la madre naturaleza, o cuando la locura del amor verdadero, se olvida del tiempo y los calendarios.