Cueva de la Bodega "El Trascacho", del admirado y recordado amigo Andrés Cejudo.
Aquel
hombre tenía en su cara todos los surcos de la tierra que le vio nacer. Era
pequeño y rugoso como una cepa anquilosada, sabedora ya de que pocos racimos
podían vivificarse con su savia. Sus pantalones de pana, se sujetaban a su cintura con un cordel que agavillaba su
figura.
Siempre
trabajó en el campo y se vanagloriaba de haberlo hecho siempre para el mismo
“amo”.
Había
hecho de todo: recogido aceituna, vendimiado, segado. Sabía de mañanas frías,
de tardes agosteñas, con la garganta con la misma necesidad de agua que los
terrones que se deshacían bajo sus “albarcas”.
Tenía
una hija ya casada con lo que él llamaba “un escribiente”. En realidad el yerno
trabajaba en un banco en Madrid.
A
pesar de los múltiples requerimientos del matrimonio, nuestro protagonista se
había negado en redondo a abandonar el pueblo e irse a la capital, con el
contundente razonamiento de que “él no se apañaba a vivir en medio de aquel
desbarajuste”.
Vivía
solo. Hacía tiempo que ya no iba al campo, pero él no sabía de jubilaciones y
como solía decir, “aunque le faltaban dos años para los “cuatro veintes”,
estaba “telendo” y podía aprovechar”.
Su
“amo”, mejor dicho los hijos de su “amo”, le habían permitido que estuviese en
la bodega, haciendo pequeñas faenas, y sobre todo cuidando de la “cueva”, a la
que llamaba “La sacristía”, él tan poco dado a iglesias y sus boatos.
Era
el encargado de atender a los visitantes, mostrándoles las instalaciones y
dando a probar los vinos de las tinajas que celosamente cuidaba con lo que
alguna buena propina se ganaba al final de su visita guiada.
La
bodega había crecido, desde que los hijos del “amo” la habían vendido a una
importante multinacional de bebidas,
cambiando por completo su funcionamiento.
Un
trasiego constante de relucientes camiones cisterna, de “palés” rebosantes de
cajas multicolores. Una monumental embotelladora, atendida por uniformadas
muchachas, había sustituido a los antiguos “medidores” que llenaban pellejos
con embudos y medidas artesanales.
Hombres
con batas blancas, “los médicos del vino” decía nuestro hombre, manejaban
extraños artilugios y desconocidas
maquinas “con luces de colores”, para poder intuir, la calidad de las uvas,
algo que él sabía solo con pisar el “majuelo”, ventear los aires y probar un
racimo todavía en agraz.
Una
tarde, al salir del trabajo, oyó decir a “los de las oficinas”, que los nuevos
dueños pensaban instalar unos enormes depósitos por la zona donde estaba “la
sacristía”, aunque no hizo mucho caso. Siguió cuidando las pequeñas y panzudas
tinajas de Villarrobledo, con el mismo mimo que siempre.
A
las dos tres semanas, un ejército de hombres con chalecos reflectantes y cascos
amarillos, empezaron a levantar plateados y gigantescos molinos sin aspas por
la zona de la cueva.
Alguien ordeno el relleno de la
misma, con el fin de asegurar los anclajes
de los depósitos de acero.
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Todos
se extrañaron que a la hora de salida, no apareciese nuestro hombre, con su
caminar pausado.
Fueron
a llamarlo, antes de cerrar la enorme puerta metálica de la bodega.
Lo encontraron, definitivamente
quieto, al pie del empotro de la cueva, apoyada su cabeza en una tinaja. Entre
sus labios una colilla amarillenta. Sus pantalones, (color tierra), atados a su
cintura por una cuerda. La luz de una pequeña bombilla, le ponía como una
triste aureola a su cabeza.
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Meses
después, cuando la primavera iniciaba sus milagros, al pie de los depósitos
plateados, unas pobres y sin historia flores silvestres, habían conseguido
brotar, poniendo un toque de naturaleza y vida en aquel aséptico complejo.
La trituradora de los tiempos modernos es implacable.
ResponderEliminarPreciosa y sensible historia.
Un abrazo.
Si no nos adaptamos nos engulle, muchos otros como el han visto como las maquinas y modernidades han pisoteado sus años de cuidaos. La historia real o ficticia tiene alma. Un abrazo
ResponderEliminarEste hombre le mantenía con vida e ilusión ese trabajo cotidiano que tantos años había ejercido, era su vida, cómo iba a marcharse de allí…Y marcho de la mejor manera para que nadie pudiera interpelarle.
ResponderEliminarUn cálido abrazo Juan
Preciosa historia.
ResponderEliminarJuan, me has hecho recordar con nostalgia la finca que tenía mi abuelo en la provincia de Albacete. Allí pasé los veranos de mi niñez, llegado desde el lejano Tánger. El agua de pozo, la luz de carburo, el transporte en galeras y tartanas, los caminos de tierra... Ahora, cuando paso cerca (a menudo) por la autovía, veo los aerogeneradores allá arriba en la sierra y supongo que la finca estará invadida de artilugios, aparatos y cultivos que la harán más rentable. Los tiempos son así, y no podemos evitarlo. Pero yo no he vuelto por allí, quiero recordarla siempre como era cuando yo tenía 7 años, la última vez que la vi. Un abrazo.
ResponderEliminarEs un impactante relato, no es raro en su contenido, pero impresiona. aquí aparece muy claro el popular dicho: "Renovarse o morir", Aquel pueblerino tomó su decisión...
ResponderEliminarPese al punto que tiene de triste, me gusta la entrada...
Un besito.
Un relato emocionante que describe a un hombre de la tierra, de los que ya no quedan , lo peor es que esa historia podría ser verídica al cien por cien y eso me da pena.
ResponderEliminarMe ha encantado.
Un abrazo.
La sacristía, una sacristía llena de vino es una bendición de dios. Hay que reconocer que no tiene color esa sacristía como esas otras tan limpias, con el brillo que da el acero, no tienen alma, aunque los vinos que en ellas se producen si que la tengan.
ResponderEliminarUn abrazo.
Es muy de tu esencia este relato, muchos años leyéndote y siempre me provocas emociones. Lleno de sensibilidad como siempre me ha encantado, un abrazo querido Juan
ResponderEliminar¡BELLÍSIMO, Juan! Realmente un texto lleno de nostalgia hacia esos tiempos en que la máquina no había colonizado al hombre y su forma de vida. Y al tanto, porque con la llegada de matrix (lo virtual), el ejemplo de esa bellísima bodega puede quedar como simple anécdota.
ResponderEliminarUn abrazo de nuestra parte para vos y familia!!!
Me ha parecido un relato de lo más emocionante, amigo Juan L. he ido visualizando las escenas con tus palabras, y la verdad es que me ha encantado.
ResponderEliminarBesos y feliz noche.
Un texto soberbio, Juan. Se intuye escrito con sangre y lágrimas. Y tan conmovedor este hombre que podemos encontrar en bodegas y en tantos otros lugares verdaderos y llenos de sabiduría y además cariño hacia el trabajo humilde y bien hecho...
ResponderEliminarY sí, el progreso es a veces fabuloso (gracias a él, podemos leer tus reflexiones siempre tan llenas de sabiduría) y otras veces no lo es tanto o nada cuando actúa como una apisonadora sin alma.
un abrazo grande, maestro.
Qué hermosos los relatos que sangran sin querernos alejar de la realidad. Recuerda a tantas cosas sin ser ninguna...
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