Aquella niña había
nacido para la danza.
Sus manos jóvenes se
entretenían jugando con el viento, mientras tejían el suave encaje de una
escultura soñada.
Su cuerpo, flor de luz
en movimiento, se adueñaba de la música, hasta hacerla corpórea y entendible.
El aire, -su aire-,
hacen que se avergüencen todos los poemas y que los diccionarios inventen
nuevos ditirambos.
La fantasía se
desborda y se cubren de colores todos los silencios, cuando baila.
Sus movimientos son la envidia de la espiga y huelen a juncia redimida.
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Un día, al salir de la
Academia, algún hado maligno, le puso una trampa.
Una boca de
alcantarilla en la acera, fue la culpable de que Aquiles, (u otro mal dios), le
rompiera su talón y la dejara inservible para la danza.
Ahora, aquella niña
que había nacido para la belleza, se refugia en la tristeza de saber que solo
la fantasía puede conseguir que sus manos vuelvan a volar como mariposas,
mientras sus pies, que olvidan su condición de gacela, son raíces adheridas a
la tierra y se hace visible la sinfonía triste de su desaparecida sonrisa.
En su silla de ruedas,
le asaltan a su mente cuestionables desvaríos.
¿Cómo era posible, que
el mismo dios que la había dotado de
tantos dones, no estuviera atento para avisarla del peligro de aquella acera?
¿Qué ocupante de los
Olimpos, es tan miserable que une felicidad y tristeza en un mismo designio?
En la soledad de su
cuarto, recuerda una frase que alguna vez leyó:
.-Si
Dios no es amor, no vale la pena que exista.
A la música que se oía
de un viejo tocadiscos, le faltaba la gracia de unos movimientos que le dieran
color y el cálido instante en el que un milagro terrenal, hiciese posible el
bendito presagio de la música y el ballet, enamorados.