Medusa, que entre
todas sus hermanas las “gorgonas”, era
la más bella y la única que era mortal, no encajaba bien entre tanto dios y
tanta piedra desolada.
Era tal su belleza que
llegó a deslumbrar al dios del mar Poseidón, logrando seducirle, e incluso se
dice por los mentideros del Olimpo, que el mar llegó a violarla.
Esta historia fue
suficiente, para provocar el inmediato odio de Atenea, la cual ordenó a Perseo
que no volviera hasta que pudiera entregarle su cabeza.
Consciente Medusa, de
que este amor se realizara y temiendo las posibles consecuencias de su
enfrentamiento con la más importante divinidad griega, abandonó el Olimpo, se
apartó del mundo y se dedicó a la contemplación del mar, de cuyo dios seguía
enamorada.
Un día paseando por la
orilla de ese bello mar de sus cuitas y pensamientos más íntimos, conoció a un
pescador del que, haciendo honor al significado griego del nombre Medusa, le
tomó como su total guardiana y protectora.
Ahíta de vibrante
brisa, temblorosa de gotas de lluvia, mojada de agua salobre que palpita y
engendra, ciega de luces y azules de océanos, completa de caricias y de besos,
pudo comprobar que aquello que empezó como amistad, terminó por hacer olvidar a
su primigenio amor, que tantas desdichas le había traído y soñar siempre con la
benefactora compañía de aquel pobre pescador que le había regalado un amor que
no podían ofrecer los dioses.
Mientras jugaban con
las espumas de la playa y disfrutaban de la belleza del sol del atardecer dando
tonalidades distintas al cielo que en el horizonte besaba al mar, Medusa sonrió
pensando, que Atenea se había salido con la suya, había perdido la cabeza, pero
no gracias a Perseo: murió degollada por una espada de besos y caricias, que un
avezado pescador le había puesto como cebo.