El pasado domingo, nos
juntamos toda la familia en una comida, donde celebramos la festividad del día
y sobre todo, y lo más importante, la alegría de volver a estar todos juntos de
nuevo, sin que faltase ninguno a la cita.
Os imaginareis que fue
un día agradable y lleno de risas y emociones.
A pesar de todo, no
pudimos evitar una cierta nostalgia: el restaurante donde solíamos comer todos
los domingos en Benicassím, había cerrado.
Hacía más de 18 años,
que la familia “lo habíamos adoptado” y éramos todos, dueño, empleados y parte
de la clientela, como una gran familia.
El cocinero y dueño,
(seguro que si se entera que lo llamo chef, me corre a gorrazos), es manchego y
el maître, (lo mismo digo), también.
Nuestras comidas,
porque así lo querían ellos, en multitud de ocasiones, eran recuerdos de la
cocina de nuestros ancestros: “galianos”,
“espárragos trigueros”, “gachas”, “ensalada de perdiz”, “pipirrana”,
“paletillas de cordero al horno”, “setas de cardo”, “torreznos”, (tajás para Joaquín), “lomo de orza”, “guiso de conejo de monte”,
los “callos” que de vez en vez me
preparaba, (aun sabiendo que tendría que enfrentarse a mi compañera), con la
melosidad y contundencia de los que hacía mi madre y todo lo que el buen hacer
y la probada experiencia de Julián, era capaz de inventar.
Un comedor que nos
recibía cada domingo con una nueva y agradable sorpresa, ya que no
necesitábamos ver la carta o el menú, lo dejábamos todo al libre albedrío del
cocinero.
Nos conocían y los
conocíamos y sabíamos que de la misma manera que una madre reparte amor cuando
nos da el pan, estos amigos nos daban lo mejor de ellos en cada plato y en cada
botella.
No creáis que era un
restaurante de diseño, ni con una carta sofisticada, nada de eso. Aunque debo
decir que sus salsas y sus asados, sus paellas y sus “suquet de peix”,
difícilmente pueden ser mejorados.
Para mí era ese día de
la semana que al tener que elegir entre el sabor y la línea, optaba siempre por
lo primero.
El negocio lo ha
traspasado Julián, seguro que reformaran el sitio, le lavaran la cara, pero ya
no será igual.
Era un apéndice de
nuestra casa y de nuestra historia, era volver al habla de cuando era muchacho,
era el comprobar cada domingo, que junto con un sabroso y reconocido yantar, se
nos entregaba esa hidalguía que le da fama a nuestra tierra.
Permitir que les dé
las gracias: gracias a vosotros, no he perdido la memoria de lo que fui,
gracias a vosotros que me enseñasteis a revivir lo vivido, a reencontrar viejas
palabras, a saber que cada domingo ese plato con sabor a tierra manchega,
llevaba el componente mágico de la bondad y
el cariño.
Ahora sí que estamos “fuera de parva”, ya que nos falta el
remedio milagroso que nos dabais, de ese último plato de sonrosado queso
manchego, curado en orza con aceite de oliva, en la serena quietud de una cueva
silenciosa, que nos llena el paladar de antigua artesanía campestre y que pide
a gritos la “penúltima” copa de vino,
para que el milagro sea consumado.
Os echaremos de menos.