En
mis recuerdos, siempre le falta algo a mi niñez vivida y a mi esperanza soñada.
Al
no tener hermanos, soporté, entendí y viví una infancia sin juegos compartidos
y sin agravios comparativos.
Pero
siempre eché de menos el refugio seguro y placentero de los abuelos.
No
conocí a ninguno y nunca supe de la vida que vivieron. Me faltaron sus
historias, (ciertas o inventadas),
contadas en las tardes de invierno al fuego de la chimenea.
Tampoco
pude nunca asirme a su tabla salvadora, cuando los padres actuaban, repartiendo
castigos o dictando reprimendas.
No
tuve abuelos que se alegraran con mis risas y se dolieran limpiando mis lágrimas.
No los tuve, tampoco, para que me enseñaran entre caricias y besos, aquello que
no viene en los libros, pero que se graba indeleble en los sentimientos.
No
supe del refugio caliente de la abuela, cuando los besos y arrumacos eran
necesarios, para contrarrestar las miradas que castigaban y las palabras que
dolían.
Me
siguen faltando sus recuerdos ahora que yo soy abuelo y me sobran las lágrimas
que no pude gastar por su ausencia.
Mis
abuelas, que tampoco conocí, no tienen historia, son de esas mujeres que solo
eran lo que, en aquellos entonces, podían ser las mujeres: esposas, madres,
trabajadoras sin salario, borradas, abnegadas habitantes de ese reducto
mezquino, oscuro y carcelario que era el hogar.
Cierto
es, que en la Mancha, árida y macilenta de la posguerra, era difícil que
pudiesen brotar exuberantes árboles genealógicos.
De
mis abuelos solo sé sus nombres y los apodos familiares, (soy de pueblo y de
eso de los “motes”, no se escapa nadie). A la familia de uno, le llamaban “tejedores” y a la del otro, “malasganas”.
Mi
abuelo paterno, fue primero “jornalero” y después trabajador en una bodega.
Padre de siete hijos, ya os podéis imaginar las penurias pasadas, hasta que los
hijos se hicieron mayores y ayudaron con su trabajo.
El
segundo, carpintero y carretero, que dicho de esta manera, puede parecer un
oficio de “emprendedor”, pero que en
aquellos tiempos solo daba para mal vivir y mi abuela tenía que servir en casa
ajena, para contribuir precariamente con la inexistente economía.
Es
seguro que no hubiesen podido darme muchos caprichos, por lo que entenderéis
que quiero recordarlos, no por lo que dejaron de darme, sino por lo que yo no
pude ofrecerles.
Llega
una edad, en la cual piensas que el amor empieza a disolverse con los otoños,
pero llegan los nietos y compruebas lo equivocado que estabas, al comprobar el
nuevo calor de estas primaveras y es entonces cuando más recuerdo, la falta de
mis abuelos.
Vengo
de una triste resaca de ancestros desconocidos y no puedo recordar los bocetos
que sobre mi pintaron y he tenido que inventarme los cuentos que de niño no
pudieron contarme, para no dejar huérfanos de sueños a mis nietas de ahora.
Me
gustaría que cuando les falte a mis nietas, fuese ese abuelo que supo ser
juguete, cometa, diccionario, racha de viento que mece las espigas, penúltimo
refugio, libro abierto a todas las lecturas, aquel hombre mayor que siempre
ofrecía sonrisas a cambio de besos y caricias.