Sentado en la
comodidad envolvente de su sillón, aquel hombre recordaba los inolvidables
momentos, en los que se escapaba, (la mayoría de las veces, solo), a nadar al
cercano mar, en las noches calientes del verano. Se sentía el dueño del mar y
del cielo, en perfecta comunión con la madre Naturaleza, que alumbrada de luna,
a esas horas mostraba sus mejores galas.
Y cuando acababa,
mientras las gotas de su piel aun mantenían un frescor silente de
profundidades, se hacía inmortal, aunque siguiera sin entender, el porqué de
aquel misterio.
Ahora, ni del
tranquilo mar de las tardes agosteñas, le llegan sus llamadas. Ni cogido de la
mano, se atreve a enfrentarse a las pacificas olas, a las que ni siquiera los
niños les guardan respeto.
No obstante y a
pesar de las dificultades, que los años le habían tatuado, siempre que pasea al
lado de ese mar, le da las gracias por todos los momentos felices que le supo
regalar.