Composición del autor.
En más de treinta años,
este era el primero en el que el actor Idelfonso Moran, iba a faltar a la cita.
Tumbado en un camastro
de una triste fonda manchega, soportaba los ruidos y retortijones producidos,
según le había comentado el médico que le había visitado, por la ingesta de una
extraña e insulsa crema que llevaba calabaza en mal estado.
El resto del menguado
elenco de su compañía, sufría los mismos dolorosos y malolientes síntomas,
motivo por el cual la representación programada no podía darse.
En más de treinta años
era la primera vez que el actor Idelfonso Moran, en un día de los difuntos, no
iba a representar el “Don Juan Tenorio” de Zorrilla.
Todo había cambiado,
desde que se iniciara en el noble arte de recorrer caminos, llevando el
teatrillo de la farsa por todos los rincones del mapa de España.
De este mismo pueblo
donde ahora estaba, recordó como en la posada, donde solían pernoctar, eran
agasajados después de la función con unas buenas migas con torreznos y chorizo.
Recordaba las chuletas de cordero con pisto, regadas con buen vino que solían comer
el día de la llegada al pueblo, invitados por las “fuerzas vivas”, en la bodega del alcalde.
Todo había cambiado,
ahora le habían puesto en el comedor de la pensión como plato importante, una
crema de calabaza, seguramente transgénica, y unos famelicos trozos de pollo
rebozados, anunciados en la carta con el pomposo nombre de nuggets. Para mas “inri”, había visto como el galán joven de la
compañía, recientemente incorporado, había remojado estos alimentos con una
lata de coca cola, despreciando lo
único potable y autentico de la comida:
un poderoso vino tinto recién trasegado y desprovisto de cualquier mixtura
química.
A pesar de su
desasosiego y a pesar de los dolores intestinales, no tuvo más remedio que
sonreír.
Recordó como ese deseo
recurrente en todos los “cómicos” de desearse “mucha mierda”, en esta
ocasión no había servido para nada.
Por
primera vez en treinta años no podría requebrar a doña Inés, que por cierto
ahora perdía toda su monacal dignidad, en el retrete de una vieja pensión de
una pequeña villa manchega.
Seguramente enfebrecido, tuvo unos sueños
desagradables y extraños: en un tenebroso cementerio, Don Juan, Doña Inés, Luis
Mejía, Ciutti, Brígida, el Comendador y el resto del reparto, eran abducidos
por unos extraños personajes, para el desconocidos, que tenían en común unas
deformes cabezas con forma de calabazas, de las cuales salían unas extrañas
luces que hacían aun mas tétrica la
negrura de la noche.
Lo que no lograba
entender, es como mientras ellos desaparecían inexorablemente, la gente
alrededor bailaba, reía y disfrutaba con tan extraños personajes.