Cuando el mar es tu vecino,
hay que estar atento a los naufragios,
hay que saber conjugar los vaticinios de los vientos
y descifrar el monocorde lenguaje de las gaviotas.
Yo, que vengo de la parda y reseca historia,
de una tierra parca de azules,
vibrante de cigarras insoladas,
una tierra que deshace sus terrones
a golpe de sudor y soledades,
tuve que acostumbrarme
a leer en el mar de cada día
una nueva lección de vida y de latidos.
Tuve que encontrar palabras
para renombrar
el ambulante relato de las olas.
Y acostumbrar mis ojos
a ese despertar de sueños
ahíto de nuevas claridades.
Este mar me enseñó,
(en su encerado de azules),
que lo de los panes y los peces,
solo se consigue, si uno se olvida
de que son posibles los milagros.
Me enseñó,
que no existen cerraduras,
para esa quietud lejana
que cada atardecer sedimenta,
en quien sabe delinear los horizontes.
Entre el molino y el faro,
me quedo con la luz que nos arropa y nos dirige.
Y con las piruetas del aire,
que hacen posible esa alegre rebeldía blanca
de aspas que molturan ilusiones.
Añoro sirenas en los “majuelos”
y pámpanos y racimos,
en las crestas de las olas.
Dejadme que en esta noche de verano,
cuando los torsos y los sentimientos se desnudan,
le doy las gracias a los exilios,
que hacen posible que las risas,
como enredaderas verdes,
den fe de vida,
aferrándose a los muros de los viejos caserones.