Esta mañana el mar tenía color de despedida. El sol tras hacer su
aparición en la escena con toda la parafernalia del que se sabe protagonista de
la representación, al comprobar la falta de espectadores dispuestos a rendirle
pleitesía, se ha escondido avergonzado tras una nube, negándose en redondo a
volver al escenario.
Una
mujer recorre la playa solitaria, envuelta en la tristeza que acompaña a todas
las despedidas y con la premura nerviosa del tiempo que se acaba.
Ya
no quedan corazones pintados en la arena , que se troquelaron con la intensidad
de deseos perentorios, pero que han durado menos que las promesas que daban
color al sentimiento.
Las
velas blancas se almacenan en la memoria y los barcos, abandonados de brisas,
se alinean sumisos en la arena, esperando
que otro baño de espuma salobre, les vuelva al sentido de su existencia.
Las
hamacas se apilan al refugio de sombrillas tintadas con el color pajizo de una
flor agostada.
El
chiringuito, anterior refugio de paladares resecos y oasis en medio de la arena calcinada, tiene las
sombrillas a media asta, llorando el luto del verano que se ha ido.
De
los apartamentos se han arriado las banderas coloristas de las toallas ,
dejando las fachadas cerradas a cal y canto y con una soledad de vacío y
humedad.
Los
niños que hasta hace poco construían sus sueños en la arena, se asoman hoy a la
realidad perentoria del horario preconcebido y la necesaria obligación.
En
un rincón olvidado, que solo se recordará dentro de un año, ha quedado
arrumbado el bolso de playa, contenedor de un mundo de objetos que solo tienen
sentido cuando el calor agobia y el sol se hace pintor sobre los cuerpos.
El
último libro del verano, lleva en su solapa el sello indeleble de una mancha de
aceite, que no ha logrado ponerle moreno.
Cuando algún día volvamos a releer
ese libro, unos minúsculos granitos de arena y esa mancha en la portada nos
hará saber que fue la lectura entretenida de algún verano con historia.
Cerca
del paseo marítimo un autobús desembarca matrimonios mayores a la puerta de un
hotel.
Las
arrugas de sus rostros enseñan con trazos bien marcados, la historia pasada
de soles inmisericordes y pocas brisas
marinas. Algunos, cruzan el paseo, arremangándose sus vestidos y pantalones y
corren a la orilla para que la espuma les refresque sus pies ahítos de pasos y
tropiezos, con la urgencia vicaria de las nuevas emociones.
Y
es que para algunos, hasta la aventura y la risa tienen cara de otoño.
Enfrente,
el mar eterno y rumoroso, resguarda sus prodigios a la espera de nuevas
ilusiones.