Cuando estampé los datos requeridos en esta bitácora, en el apartado Ubicación, puse Benicassim y no falté a la verdad, pero me quedó como un cierto regusto de tristeza, por no poner ese Valdepeñas que tan dentro llevo.
Y es que nunca sé a qué patria quedarme. Ahora que tan de moda están los nacionalismos, las identidades y las rayas divisorias, dentro de mí se difuminan las barreras de los sentimientos hacia la tierra que me ha visto nacer y crecer y la tierra que me cobija, ahora cuando los años apuntan inexorablemente al final.
No podré renunciar nunca al amor a mi primera patria. A la patria de mis primeros llantos y mis primeras risas, la de mis juegos, la del sabor irrepetible a cocina de mi madre, la del olor a mesa camilla y brasero, a vendimia. La patria iniciática del primer y balbuceante amor y del amor definitivo.
Uno acaba construyéndose con retazos de amigos juveniles, con primeras lecturas, con consejos del primer maestro, con renuncias dolorosas y pequeños descubrimientos. Hasta el paisaje del lugar donde naces, termina por poner marco al futuro de tu existencia.
Quizás por eso, dentro de mi existe una porción como parda y umbría, como árida y sin límites, retrato de esa Mancha que me vio nacer. Afortunadamente también sigo columbrando en el horizonte molinos de viento con aspas de ilusiones, a pesar de la herrumbre que empieza a carcomer la maquinaria.
Quiero y entiendo a esa tierra seca, alejada, maternal y sufriente y la quiero cada vez más, porque siempre se ama a lo que se añora.
Pero tengo otra patria a la que también quiero y necesito. Es una patria encontrada. La que me ha dado el trabajo y el sustento, (yo no me avergüenzo de las patrias con forma de puchero), la patria donde han crecido mis hijas, donde han fundado familias, donde yo, definitivamente, he sido.
Es una patria mediterránea y frutal, barroca y luminosa, musical y lúdica. En definitiva, el contrapunto necesario para llenar de colores vivos el páramo excesivo de mi tierra.
Confieso que las quiero a las dos –y no estoy loco- y las necesito por igual. A la primera porque mis raíces están profundamente arraigadas en esa tierra de surco y sudor y a la otra porque ha permitido que al tronco de mi existencia le nacieran hojas verdes y risas, frutos de luz y sosiego.
…… y luego está el mar.
Este Mar Mediterráneo que me tiene agarrado por los sentimientos, con su paleta de colores, la canción de sus olas y su bordado de espumas.
Este mar que me anuncia cada mañana que la inmensidad existe, que la belleza puede ser cambiante y colorista y que la naturaleza, cuando quiere, nos enseña la primera lección de aproximación al arte.
De ese mar de espigas de mi patria chica, que le hacían cosquillas a las nubes, he pasado a este mar que besa al cielo, mientras lo abraza en el horizonte.
Mi definitiva patria actual está hecha de lus y sombra, de frío y brisa, de marrón y azul, de seriedad y gozo, de cardencha y palmera, de seria quietud y musical fantasía.
Una es la que dice mi carnet de identidad y la otra no aparece en ningún documento, pero las dos ocupan el mismo espacio en mi corazón.
Valdepeñas, donde nací. Benicassim, donde elegí varar mi barca, cansado ya de bastantes singladuras.