El poeta escribía
poemas a sabiendas que ya no tendrían retorno y que sus rimas volarían como las
hojas de los árboles en el otoño, sin saber siquiera donde terminarían por
hacerse hojarasca.
Antes, sin apenas
rechistar, había perdido amigos, recuerdos, ilusiones, creencias.
Hasta la libertad, por
la que tanto había luchado, quedó enmarañada en algún recodo, manoseada por los
que nunca creyeron en ella.
Supo, con ensoñadora
alegría, que hubo un tiempo en el que perdió la cabeza, lo que le obligó a tener que utilizar en su
lugar un corazón que ya no le pertenecía.
A pesar de ser
consciente y dolerse, de no tener amigos, de faltarle los recuerdos, de
olvidarse de las rimas, de no encontrar los calendarios y de haber perdido la
esperanza, nunca visitó la Oficina de Objetos Perdidos.
Hasta esta mañana que
fue a preguntar por su sombra que le ha abandonado, a pesar de que la luz del
sol de este otoño, que no quiere serlo, blanquea de luces los tapiales y llena
de claridades la mañana.
Le han dicho que no
debe preocuparse y que se habría tomado unos días de descanso.
Él sabe que no, que ya
está harta de soportar tanta espalda encorvada, tanto achaque, tanta
insoportable ceniza en los bolsillos, sin siquiera una rima que sirva para
reconfortarla.
El poeta caminó en la
tarde ahíto de tristeza, mientras la edad le tramaba un nuevo desencanto.
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