LA
TIA CASILDA Y EL AVIADOR
La
tarde era una pesadez calurosa de mosto y moscas. Solo se oía el traquetear
cansino de los carros cargados de uva, camino de la cooperativa. Un reguero pegajoso y oscuro de mosto dividía
la calle en dos y a esa hora ni siquiera había chiquillos para robar racimos de
los carros.
Algún
perro se enroscaba perezoso al trascacho fresco de una sombra. Parecía como si
todo el pueblo sintiese sobre sÍ, la losa asfixiante y cegadora del verano que
remoloneaba antes de dar paso al otoño.
En
la misma calle, la puerta del asilo de ancianos estaba abierta. Desde fuera se
vislumbra el patio con sus arriates y flores, como un oasis de frescor y
silencio. Un viejo dormita, aprovechando una sombra benefactora, mientras otros
riega, silencioso y pausado, los arbustos de flores.
A
lo lejos, con el sonido ronco y monocorde de un moscardón gigante y acompañado
por una estela de humo blanco que ocupa el encerado azul del cielo, una
avioneta hace arabescos en el cielo.
El
viejo que riega en el asilo, deja la manguera y acercándose al pabellón grita:
.-
Tía Casilda, despierta. Ha venido tu
novio el aviador.
Al
rato apareció, con pasitos cortos y titubeantes, una insignificante figura de
mujer vieja y ajada, haciendo esfuerzos para mantenerse en pie, encima de unos
anacrónicos zapatos de tacón, difícilmente domables para su edad.
Vestida
con un ropaje que antaño debió ser blanco, pero amarillo ahora por mor de
lejías y soles. Varios collares colgaban de su flácido cuello y variados
abalorios cubrían sus muñecas y dedos.
En
su mano derecha, no dejaba de agitarse un pequeño pañuelo de encaje, cada vez
que la avioneta daba una pasada por el pueblo.
.-
¡Que valiente es mi capitán. Y como me quiere. Todo lo hace por mí.
Los
dos viejos se miraron escondiendo una sonrisa irónica.
El
ruido de la avioneta se perdió en la distancia y la tarde fue recobrando su
anterior quietud.
Una
hermanita, cogió amorosamente por los hombros a la tía Casilda empujándola
amorosamente hasta el pabellón.
.-
¿Ha visto, hermana Consuelo? Mi novio me ha hecho una visita. Tendré que
escribirle, para decirle que no sea tan loco y no se arriesgue tanto por mí.
En
el “chilanco” asfixiante del día, la siesta iba dejando posos de calor y
sofocos.
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Casilda
provenía de una acomodada familia. Decían quienes la conocieron de joven, que
era guapa, elegante y distinguida.
Había
tenido muchos pretendientes, pero solo tras una visita a Madrid, donde había
conocido a un joven capitán de aviación del ejército republicano, empezaron a
recibirse en su casa misivas con membrete del Ejercito del Aire.
Al
poco tiempo de consolidarse esta relación, se inició esa bastarda hija de las
dos Españas, esa incongruencia llamada guerra nacional.
Esa
guerra fue la que truncó la historia de amor, como truncó la historia grande de
nuestras vidas.
La
muerte de los padres de Casilda, el horror de la guerra y sobre todo la falta
de noticias sobre la persona amada, fueron minando su salud, desmoronando su
juventud, su patrimonio y lo que es peor, su mente.
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Pero
volvamos al principio. La vendimia terminó. El otoño refrescó el ambiente y la
vida en el asilo, siguió con su monotonía tranquila y sosegada.
Una
noticia apareció al poco tiempo, escueta y lacónica, en el diario de la
provincia:
MUERTE
EN ACTO DE SERVICIO.- Nuestro paisano y querido amigo D. Antonio Valverde
Sánchez, Coronel del Ejército del Aire, muere al estrellarse su avioneta,
mientras realizaba un vuelo de pruebas. Su Excelencia el Generalísimo, le ha
concedido una alta distinción castrense. Descanse en paz.
Todos
sabíamos de la afición del coronel por efectuar vuelos rasantes cada vez que
tenía la oportunidad de pasar por el pueblo.
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No
pude asistir al entierro de Casilda, que murió a los dos meses del accidente
del Coronel Valverde. Supe por Sor Consuelo, que la habían amortajado con el
vestido y los abalorios con los que solía recibir al amado aviador que solo
vivía en su mente. La acompañaron los asilados que podían manejarse solos.
Alguien
me dijo, pero no creo que fuera verdad, que durante el entierro, una avioneta
cruzó muy baja los cielos que enmarcaban al pueblo, dejando una estela de humo
blanco que quería semejar un corazón.
Es la tercera vez que empeizo este comentario, y que se ma vá por los desagües de Internet.Solo queria decirte que eres un maestro de la narrativa y que me encanta leerte. Te lo queria decir más bonito,pero he acabado la paciencia. Un saludo y toda mi admiración.
ResponderEliminarQué bonito final para una historia que pudo ser real como tantas otras que truncaron la guerra civil
ResponderEliminarUn abrazo fuerte.
Magníficamente transmitido. Gracias por este retrato.
ResponderEliminarJuan, aquí está la noticia
ResponderEliminarhttp://www.eldiario.es/theguardian/posible-borrar-malos-recuerdos_0_517599050.html
Evidentemente la lectura también es en sepia :-)
ResponderEliminarUna historia tierna y con su dejo de nostalgia en la vejez. Pude situarme en el lugar y ante los personajes que se debaten entre la ilusión del pasado y la nostalgia de un futuro que no vendrá. Siempre me impactan esas historias.
ResponderEliminarSaludos.
Se queda en los oídos el sonido ronco del motor, en el paladar el sabor dulce del mosto, en el alma la ternura de Casilda...
ResponderEliminarPreciosa historia.
Besos
Juan, muchas felicidades, me he pasado unos minutos de las doce, espero que me los perdones.
ResponderEliminar¿Qué tal lo pasaste?
¡Chin-chin, va por ti!con una copa de Valdepeñas.
Un fuerte abrazo.
Tan sólo te diré, mi querido Don Juan Trujillo cuanto bien hace usted en mi vida y conciencia.
ResponderEliminarBesos muchos,
TRamos
Me ha enternecido esta historia tan bien relatada.
ResponderEliminarY han acudido a mí muchos recuerdos de visitas a residencias de mayores: la de la tía Pepa que no paraba de cantar canciones de su juventud, la de mi madre recortando incansablemente corazones de papel y ahora la de mi suegra que vive a caballo en su mente entre su pueblo natal y el actual.
Y las tres felices, escapando de su realidad y encontrando asilo en sus recuerdos bonitos...
Me has emocionado, Juan.